Ying, -sí con ‘g’-, era chino de nacimiento, concretamente de la dinastía
Ping, ricos mercaderes de muchas generaciones atrás. Yang, en cambio, era de la
dinastía Pong, clase media-baja desde tiempos ancestrales. Pues bien, Ying y Yang se conocieron en un cursillo acelerado de
equilibrio mental que daba el maestro de zen José Francisco Giner. Tras acabar
algunas veces uno sobre otro en el tatami de entrenamiento, ambos se
percataron de que encajaban perfectamente. Cayeran como cayeran siempre
acababan unidos como si fueran uno solo. Tan bien encajaban que, encaje a
encaje, acabaron enamorándose como jóvenes chinos que eran, y como tales se
juraron amor eterno y todas esas tonterías que se juran los enamorados, y más
si son chinos. Pero claro, no todo puede ser tan sencillo como llegar, quererse
y ya está, y menos en un cuento chino.
Pues bien, resulta que las familias Ping y Pong se
odiaban a muerte desde que un antepasado de los Ping, concretamente Tong-O, le
ganara haciendo trampas a un antepasado de los Pong -Ta Pong-, en la final de
un torneo comarcal de ping pong. (Que lío…!)
Tanto los padres de Ying como las madres de Yang,
totalmente desequilibrados por el odio, se negaron en romboide a la relación anti
natura de las dinastías Ping y Pong.
Ying y Yang estaban condenados al desencuentro por
culpa de sus orgullosos progenitores. Pero a pesar de todo Ying y Yang se las apañaban
para encontrarse, con la complicidad de la noche, a orillas del río
Gong. Allí, bajo la atenta mirada de la luna Ming -la luna china-, encajaban
sus cuerpos a la perfección hasta conseguir el Tao.
-As Tao bien, eh?
Le decía Yang
a Ying, cuando por fin lograban separarse.
-As Tao de
puta madre.
Contestaba Ying a Yang, mientras encendía
un cigarrillo de arroz.
Pero su felicidad pronto se tornaría en tragedia,
pues la luna Ming, celosa del amor de Yang, acabó por contarle al padre de Ying
lo que su hijo hacía con Yang a orillas del Gong.
El airado padre de Ying montó en cólera al conocer
la naturaleza de estos encuentros, y al pobre hombre no se le ocurrió otra cosa
que cortarle el cuello a su hijo Ying, ofreciendo la cabeza de este como sacrificio
a la luna Ming.
De pronto las margaritas dejaron de crecer en el jardín
de Yang, y los nardos, otrora frescos y olorosos, se pudrieron, y empezaron a
dar asco. Yang arranco todas las flores de su jardín llorando amargamente sin
saber porqué. Algo había desaparecido en su mundo, había perdido el equilibrio
que le daba la felicidad. Yang pensó lo peor..., y acertó.
Cuando su padre le comunicó la buena nueva (alegrándose
el muy menda por ello), Yang agachó la cabeza, se fue a su habitación, se puso
las botas de montaña, cogió su mochila y subió a lo más alto del monte Zong
(2.860 metros). Una vez allí arriba, Yang imploró a Ming por su amado Ying. La
luna Ming se sintió culpable ante la mirada de Yang, y se dio la vuelta,
dejando a la vista de Yang su lado oculto.
Yang tomó impulso y saltó, dejándose caer por la
parte de atrás del monte Zong -que da a un acantilado rocoso peligrosísimo-. El mar acogió su cuerpo y lo arrastró aguas adentro. Y por eso, cuando la luna llena se refleja en el mar -según cuenta la leyenda-, es que Ying y Yang están de nuevo juntos; y la marea sube, y las tortugas vienen a desovar a las playas, y si se descuidan vienen los cangrejos y los pájaros y se comen los huevos.
Fing, sí, con ‘g’.