9 jul 2015

YING Y YANG, UN CUENTO CHINO


Ying, -sí con ‘g’-, era chino de nacimiento, concretamente de la dinastía Ping, ricos mercaderes de muchas generaciones atrás. Yang, en cambio, era de la dinastía Pong, clase media-baja desde tiem­pos ancestrales. Pues bien, Ying y Yang se conocieron en un cursillo acelerado de equilibrio mental que daba el maestro de zen José Francisco Giner. Tras acabar algunas veces uno sobre otro en el tatami de entrena­miento, ambos se percataron de que encajaban perfectamente. Cayeran como cayeran siempre acababan unidos como si fueran uno solo. Tan bien encajaban que, encaje a encaje, acabaron enamorándose como jóvenes chinos que eran, y como tales se juraron amor eterno y todas esas tonterías que se juran los enamorados, y más si son chinos. Pero claro, no todo puede ser tan sencillo como llegar, quererse y ya está, y menos en un cuento chino.
Pues bien, resulta que las familias Ping y Pong se odiaban a muerte desde que un antepasado de los Ping, concretamente Tong-O, le ganara haciendo trampas a un antepasado de los Pong -Ta Pong-, en la final de un torneo comarcal de ping pong. (Que lío…!)
Tanto los padres de Ying como las madres de Yang, totalmente dese­quilibrados por el odio, se negaron en romboide a la relación anti natura de las dinastías Ping y Pong.
Ying y Yang estaban condenados al desencuentro por culpa de sus orgullosos progenitores. Pero a pesar de todo Ying y Yang se las apañaban para encontrarse, con la complicidad de la noche, a orillas del río Gong. Allí, bajo la atenta mirada de la luna Ming -la luna china-, encaja­ban sus cuerpos a la perfección hasta conseguir el Tao.

-As Tao bien, eh?
Le decía Yang a Ying, cuando por fin lograban separarse.
-As Tao de puta madre.
Contestaba Ying a Yang, mientras encendía un cigarrillo de arroz.

Pero su felicidad pronto se tornaría en tragedia, pues la luna Ming, celosa del amor de Yang, acabó por contarle al padre de Ying lo que su hijo hacía con Yang a orillas del Gong.
El airado padre de Ying montó en cólera al conocer la naturaleza de estos encuentros, y al pobre hombre no se le ocurrió otra cosa que cor­tarle el cuello a su hijo Ying, ofreciendo la cabeza de este como sacri­ficio a la luna Ming.
De pronto las margaritas dejaron de crecer en el jardín de Yang, y los nardos, otrora frescos y olorosos, se pudrieron, y empezaron a dar asco. Yang arranco todas las flores de su jardín llorando amargamente sin saber porqué. Algo había desaparecido en su mundo, había perdido el equilibrio que le daba la felicidad. Yang pensó lo peor..., y acertó.
Cuando su padre le comunicó la buena nueva (alegrándose el muy menda por ello), Yang agachó la cabeza, se fue a su habitación, se puso las botas de montaña, cogió su mochila y subió a lo más alto del monte Zong (2.860 metros). Una vez allí arriba, Yang imploró a Ming por su amado Ying. La luna Ming se sintió culpable ante la mirada de Yang, y se dio la vuelta, dejando a la vista de Yang su lado oculto.
Yang tomó impulso y saltó, dejándose caer por la parte de atrás del monte Zong -que da a un acantilado rocoso peligrosísimo-.

El mar acogió su cuerpo y lo arrastró aguas adentro. Y por eso, cuando la luna llena se refleja en el mar -según cuenta la leyenda-, es que Ying y Yang están de nuevo juntos; y la marea sube, y las tortugas vienen a desovar a las playas, y si se descuidan vienen los cangrejos y los pájaros y se comen los huevos.
Fing, sí, con ‘g’.