19 feb 2015

¿CHESPIR IN LOVE?



El otro día me llegó el siguiente guasap:

William Shakespeare decía:

“Siempre me siento féliz”, ¿sabes por qué? Porque no espero nada de nadie, esperar siempre duele. Los problemas no son eternos, siempre tienen solución, lo único que no se resuelve es la muerte….bla…bla…bla.”. ¿Como mandan estas cosas sin ponerle el “supuestamente” delante? No me puedo creer que Shakespeare dijese eso, después de gastarnos la putadita de dejarnos con su “Romeo y Julieta” una de las mayores tragedias de la historia…¿Seguro qué era una tragedia?...A ver si va a resultar que el William era un cachondo, ni idea. 
Llego tarde a la cita pero me había propuesto escribir algo para el día de los enamorados, dice un amigo que el romanticismo anda de capa caída, no digo yo que no, así que vamos a ver lo que sale.

Su nombre Romeo, en honor al Alfa Romeo de color rojo donde fue engendrado, su inocente madre pensó que era la palanca de cambios, hasta que se dio cuenta que se encontraban en el asiento de atrás. Ella Julieta, en honor a la vecina del quinto que asistió el parto o lo que fuese aquello, ya que se encontró a su madre tirada en las escaleras del bloque con la niña asomando la cabeza, era su décima hija, la pobre mujer dilataba ya de maravilla, el taxi no llegó a tiempo.

La familia de él “Los Grotesco” y la de ella “Los Capullitos”, no se sabe exactamente el porqué, pero se llevaban de puta pena, ¡a matarse! Para tres días que estamos aquí no vamos a que escatimar en odios.

Con semejante panorama la verdad es que no habían tenido la oportunidad de conocerse, cualquiera asomaba por el barrio del otro de botellón, pero mira tú por donde el chavalote que andaba un poco mal porque lo acababa de dejar su piba se entera que hay una fiesta de pijamas en el barrio de los Capullitos, y le entran ganas de ir. Se pilla el buga y sale tirando millas pa el centro comercial a comprarse un pijama de winnie de Pooh al Primark, en esto que va a aparcar con trompito incluido y casi se lleva a una palante, si…Julieta, que iba toda cabreada porque había ido a por el pijama de la Belén Esteban al Berska y estaba agotao, se miran y…¡Flechazo!

Se ofrece a llevarla y ella acepta, la deja a la entrada del barrio y se despiden, pero el quiere saber más, así que la sigue hasta que la ve entrar en el portal del bloque, La otra toda emocionada sube corriendo donde la Jessy la del tercero, que aunque no se le dio muy bien lo de contar en el “Rescátame” su affaire con el Gustirrinín, por lo menos le llegó pa un cursillo de peluquería y las mechas californianas le salían ¡Que te cagas! Ventana abierta y entre mecha y mecha, la Juli se explaya y le cuenta a la Jessy que ha conocido un pedazo maromo que lo flipas, vamos, que...¡Sanamorao! El Rome que se había quedao a ver lo que cazaba lo escucha todo, ya no hay vuelta atrás…la Juli tiene que ser pa el.

Llega la noche, el garito hasta la bola, to dios en pijama, la Juli y el Rome de roneo, dicen que se nos casan digan lo que digan, que cada uno se hace el moño donde le sale el coño.

El único cura dispuesto a casarlos se encuentra en Cacabelos y al día siguiente tiran pallí, les echan las bendiciones y se van a pasar la noche a un hotelito de dicha localidad. 

-Habitación con minibar…
-¡Que sorpresa!:
-¿Juli, consumimos?
-¡Consumemos, Rome!

A la vuelta de tan idílica noche el Rome se encuentra con que un amigo suyo y un primo de la Juli que se ha enterao del tema que te quemas  andan a hostia limpia, este todavía resacoso les dice que un poquito de por favor, que se dejen de mariconás, que no quiere movidas, a lo que los otros dos mirándose con cara tontos responden al unísono:

-Bueno…y ahora qué, ¿nos hacemos unas pajillas?

Mientras, la Juli se va a ver a su family que se encuentran en la piscina municipal pasando el domingo, No se lo piensa dos veces, llega y les suelta el notición sin anestesia, no se sabe muy bien si se le hace un nudo el bocata de filete empanao o es por la impresión de ver al padre dejarse venir hacia ella en bañador modelo turbo, el caso es que la Juli empieza a ponerse color violeta y cae la piscina, en esto que llega el Rome y la ve bocabajo en el agua, se lanza y en ese momento se acuerda de que no sabe nadar, se agarra al hilillo el tanga de la otra y se rompe, la Juli recupera la consciencia y ve que el Rome está enganchao a ella y la va a ahogar, le arrea una patada en los cojones e intenta coger impulso y agarrarse al borde, el otro que está ya ahogaíto perdío se le engancha al cuello, la Juli queriéndoselo quitar de encima se le enreda la trenza en el esquimer, el Rome aprovecha esto y se le sube a hombros en un intento de trepar hacia la superficie, ella le arrea dos codazos en la boca el estómago que lo dejan KO…Y el personal allí presente sin capacidad de reacción, flipándolo en colores ante tan cruda lucha por la supervivencia, hasta que los socorristas los sacan como pueden y así evitan la…”tragedia”. Una vez fuera, se miran y…

-Menos mal que hicimos separación de bienes…¡PAVERNOSMATAO!





( Hay cosas que me conmueven aunque no lo parezca, no me hallo...pero me encontraré.)

EL MAUSOLEO DE GALA PLACIDIA



Anochece,
Danza titilante de alas al compás de píos y arrullos
las palomas y gorriones se acuestan
las ratas se duchan y atildan, es su hora de salir.
Mientras yo
paseo meditabunda por este mausoleo de 90 metros.
alto, muy alto,
oscuro, muy oscuro
enfrente
ventanas iluminadas que muestran familias,
televisores de pantallas coloridas y temblantes.
El rosco, pasapalabra
observo lo que es la vida para otros animales, los llamados pensantes
¿Son felices?
Supongamos que ni se dan cuenta
no saben si son o no felices
porque .....
no piensan en ello
viven, simplemente viven
tele, cena, cama, polvo, despertador, desayuno, trabajo
vuelta a casa, tele, el circulo se cierra.
igual que los gorriones, palomas y ratas
supervivencia.
Danza nauseabunda de rutina
se podría llamar vida ladina
días y días, años y años
Pero ...
Espera, en el piso 13
si, donde vive ese chico que pasa horas ante el ordenador
se apagan todas las luces
su silueta se desliza en pasos lentos
mientras la brasa de su cigarro me indica su posición
está meditando.
Pone una canción de Mocedades
el Pange lingua
se apoya en el alfeizar
mira las estrellas, la luna, las nubes
mira al frente
Cuidado, que no me vea
que no observe que observo
retrocedo, total negrura
sigo mirándole
lagrimas, está llorando, un giro de cabeza
sus ojos buscan mi ventana, no puede verme
solo puede intuirme
me lanza una sonrisa
me lanza un beso
sube al alfeizar
y se lanza al vacío
yo suelto una carcajada.

11 feb 2015

LA SECTA DE LA COMPRA


Hacía ya tiempo que se podía percibir el olorcillo a chamuscado proveniente del cableado, en alguna ocasión incluso una gran nube de humo negro lo invadía todo,  el cortocircuito estaba a punto de producirse, y ya se sabe: “No hay cable que cien años dure sin cruzarse, ni máquina que lo resista”.

Se encontraba perdida en aquella dimensión que durante tanto tiempo había sido su particular Narnia, “el método” se había convertido en la constante, mientras el alma se estaba perdiendo envuelta en una nebulosa de gases tóxicos, cada vez se encontrada más helada  y a años luz de la tierra, de la tierra prometida.

Nunca fue a la guerra, pero estuvo en ella, su armadura había sido una  caja de tiritas, su casco una vieja escafandra seguramente perteneciente al atrezzo de “20.000  leguas de viaje submarino” ( Verne, este si que fue un visionario de tres pares de cojones),  desprovista de calzado apropiado sintió cada una de las piedras del camino, y de repente se vio allí sola en aquel campo de batalla desolado y devastado por la carencia, siempre acechante en la sombra, dispuesta a despedazar la cálida carne.

Aquel horrible olor a óxido la mareaba, notó como por su mano derecha corría un templado líquido,  rojo, se sentía contrariada, su puño apretado y cerrado con rabia escondía algo, sintió miedo de abrirlo, de que no le gustase lo que este guardaba, nunca buscó rosas con espinas, ni piedras que arrojar, ni afiladas cuchillas con las que cortar, solo bailar. Temblorosa fue abriendo su ensangrentada mano, poco a poco, hasta que…solo había una  llave que ella reconoció al momento, era la llave de su pequeña cajita de música, la había guardado tan celosamente durante todo este tiempo que incluso sin darse cuenta se había herido a si misma, clavándose sus propias uñas.

Le contó todo esto a su amiga que también había despertado de un sueño extraño, y al final de la larga charla, recordó las palabras que le había dicho alguien que la apreciaba: “A veces es necesario romper con todo, aunque no se sepa hacia donde se va.”
Otro amigo le decía de vez en cuando que había que “relativizar”, ¿por qué?, ¿acaso el Nilo relativizaba cuando llegaba junio? Pues no, sin sus crecidas que lo inundaban todo nunca hubiese existido el imperio del antiguo Egipto, así que no me da la gana, me desbordo cuando quiero, prefiero años de sequía sabiendo que vendrán mejores que presas de contención, que no estoy yo a estas alturas pa inaugurar pantanos.

No se tomen esto demasiado en serio, se trata de una paranoia elevada a la máxima potencia, aunque no olviden nunca que la realidad siempre está dispuesta a superar a la ficción., un simple desvarío, pero como el ser humano es tan sumamente gilipollas como para estar en continua búsqueda de lo que sea,  pues eso, que cuando se cierra una puerta nos empeñamos en abrir una puta  ventana, además todo se compra y se vende o está en San Google,  así que mi amiga Marifló y yo (gilipollas por antonomasia) hemos decidido después de visto lo visto poner el siguiente anuncio:


SE BUSCA :

SECTA APAÑÁ PARA INGRESAR DE INMEDIATO.

LA PANDERETA Y HOJAS DE PARRA LAS PONEMOS NOSOTRAS,

SE RUEGA SERIEDAD.



(Si ven dos locas con una pandereta en la puerta de algún centro comercial, al menos echenle cuenta, lo mismo les roban… una sonrisa).


CUCURRUCUCU


Tras permanecer quince minutos observando el portal de su casa desde el café La Poême, situado en la acera opuesta, Adriano Pavón estaba lo bastante seguro de que no lo iban a asesinar, y se sentía con fuerzas para cruzar hasta su domicilio. Practicaba ese mismo ritual desde que se instaló allí, un par de semanas antes, y cada vez estaba más convencido de que mudarse había sido un acierto.

Cuando un par de meses atrás encontró, en el alféizar de su ventana, aquella paloma muerta a la que le faltaban varios dedos, le había parecido una macabra amenaza por parte de quienes le acechaban. En especial, por el tono especialmente oscuro del plumaje —impropio de las zuritas locales— y la manera en que había quedado arqueado su cuello. No le cupo duda de que debía de tratarse de profesionales extremadamente crueles. Del tipo que se permiten anticipar sus planes en forma de avisos, seguros de que nada los podrá torcer, y de que siempre resulta más placentero cobrarse una víctima asustada.

Detenido en el semáforo, se paró a considerar que aún no había logrado adivinar quién podría haber ordenado, en esta ocasión, su muerte, ni por qué motivo, pero se tranquilizó recordando que al menos ahora, mientras permaneciese en el domicilio, estaba seguro. En cada giro de llave, el sonoro clic de la cerradura que se transmitía en forma de pulso hasta su mano, era como una cuenta atrás —tres, dos, uno...— que lo inducía a un trance de relajación casi hipnótica y daba paso a un mundo en que el blanco significaba silencio. Dio un repaso rápido a cada estancia de su casa. Ni un murmullo. Cada pared, mueble o electrodoméstico guardaba silencio.

La idea original cuando la compró, era trasladarse allí con todas sus pertenencias. Sin embargo, a medida que iba embalando cuadros, lámparas, estatuillas y demás, le fue invadiendo una sensación de calma que no había conocido en muchos años. Se tomó cada vez más tiempo en envolver cada una de sus pertenencias, deleitándose en ello a medida que veía limpiarse de ruidos paredes y muebles. Cuando hubo vaciado todo el salón, comprendió que entre tantos objetos era fácil pasar por alto cualquier perturbación. Esas que solían avisarle —o amenazarle— de que algo fatídico se le venía encima. Una paloma en el alféizar era algo sencillo de ver, pero tal vez allí hubiese otras advertencias, camufladas. Por eso decidió enviarlo todo a uno de esos trasteros de alquiler y comprar muebles blancos de líneas limpias, dejarlo todo sin ningún tipo de ornamentación, lucir y pintar de blanco techo y paredes, colocar tarimas del arce más claro que encontró para el suelo, y equiparlo con el mínimo de electrodomésticos. Níveo, diáfano, seguro.

Esperaba a Vera para cenar esa noche, pero no podía comenzar a cocinar hasta que llegase ella con la compra, así que se entretuvo en elegir vino e ir decantándolo. Dudaba de la conveniencia de seguir manteniendo la relación con ella, consciente de que desde que la conocía había bajado la guardia, pasando por alto signos que, vistos en retrospectiva, no dejaban lugar a dudas de que iban a por él. Aquella carta que asomaba por la ranura del buzón, y la inscripción en forma de corazón asaetado que apareció unos días más tarde, de la noche a la mañana, grabada sobre la pintura de la puerta del edificio, evidenciaban que alguien lo había investigado y marcado su domicilio para sus futuros captores. En aquel momento no lo vio. Sencillamente, ella era capaz de focalizar toda su sensibilidad y atención, y él olvidaba que siempre estaba en peligro.

Vera gustaba de usar escotes pronunciados. Fiel a su costumbre, en cuanto la recibió —imprevisiblemente impuntual, por fortuna— le echó una mirada rápida a los pechos. El sujetador era negro y liso, así que exhaló con disimulo el aire que retenía en los pulmones y se hizo a un lado, invitándola a pasar. Le había tomado aversión a los sujetadores rojos de encaje cierta noche en que se estaba liando con una desconocida en los baños de una discoteca, y al subirle la camiseta observó cómo uno de los aros asomaba, punzante, por el lado interno de la copa. Como siempre, ninguno de sus conocidos entendió que saliese huyendo, y por más que trató de explicarles, nadie entendió que ése sujetador era propio de una mercenaria.

Con Vera, nunca, nada, ni lencería, ni palabras, ni una sonrisa más amplia de lo aceptable, ni siquiera las inflexiones de la voz, disparaban sus mecanismos de alarma y huida.

Se sentía vulnerable y dependiente, porque en parte no se veía capaz de prescindir de la sensación reconfortante que le producía mirarla, ni de llegar a pensar, aun en susurros, con la boca de la razón pequeña, que tal vez ella lo quería con sinceridad.

Acomodó a Vera en una butaca al otro lado de la barra americana de la cocina, para poder conversar mientras preparaba la cena. El vino ya se había oxigenado y se veía brillante, sin rastro de sedimentos. Lo sirvió y se echó un buen trago antes de sacar las bolsas que había dejado ella en la encimera. Notó un ligero malestar cuando vio las manzanas. Los huevos le aceleraron el pulso. Al abrir el papel con la carne, las dificultades para respirar eran evidentes, y a cada tomate que iba tomando en la mano, crecía el cerco de sudor alrededor de las axilas. Soltó el último con un espasmo que le paralizó el brazo en el aire con un gesto de crispación.

—Vera, ¿dónde compraste esta comida?

—En el supermercado de siempre. ¿Estás bien? De pronto pareces otro.

—No, no lo estoy. Creo que tratan de envenenarme.

—¿Envenenarte? ¿Qué estás diciendo, Adriano? Compré yo misma esa comida y no tenía nada raro, deja que vea.

Vera fue cogiendo fue cogiendo alternativamente tomates y manzanas, girándolos en sus manos.

—Esta fruta está bien, cariño.

—Pero ¿No ves que tiene marcas? Mira, están picadas.

—Las verduras tienen imperfecciones. De lo único que es señal, es de que son naturales.

—Eso es porque no eres capaz de abstraer el patrón.

—¿Qué patrón? No hay ningún patrón que ver. Son motas, y son normales.

—¡No! ¡Joder, no! No tienen una distribución aleatoria. Quien fuese trató que aparentase eso, pero el desorden está forzado. Y mira los huevos...

—¡Adriano, basta! De acuerdo. Supongamos que es cierto y esos tomates están manipulados. ¿Te has preguntado para qué? ¿Con qué objeto?

—Deben haberse dado cuenta que desde aquí puedo adelantarme a sus planes y tratan de usarte para poder atraparme. No sé, tal vez pretendan que acabe en el hospital, donde no controlo el entorno, y cogerme allí.

Vera se acercó y le puso la mano en la mejilla. Se la acarició un par de veces, con ternura, mirándolo muy de cerca.

—Deberíamos buscar ayuda —dijo con la voz más sosegada que supo poner. Casi como una madre que consuela a su hijo tras un golpe.

—La policía nunca me cree cuando los llamo.

—No me refiero a ese tipo de ayuda, querido. Hablo de ayuda para ti. Conozco a un psiquiatra muy bueno. Me trató hace unos años. Te alegraras de verle, te lo prometo.

—¿Tampoco tú me crees? —Le espetó mientras apartaba la cara con brusquedad.

—Adriano, te quiero. Pero creo que ves cosas que no existen. No puedo convivir con tu realidad alternativa ¿Entiendes lo que te digo? Necesito que des ese paso, o tendremos que dejar de vernos.

∙ ∙ ∙

Tras permanecer quince minutos observando su calle desde el café La Poême, Adriano Pavón buscó con la vista a la camarera y, señalando la taza vacía, se hizo servir otro café.

En este particular, pasaba por alto las indicaciones de su terapeuta respecto a reproducir viejas rutinas. Después de todo, su trastorno resultó ser relativamente frecuente y la terapia le había funcionado excepcionalmente bien, por lo que se permitía el capricho de observar el transcurrir de lo cotidiano desde su mesa favorita de la terraza del café. El Dr. Miller podría conocer cada resorte de su enfermedad, describir sus síntomas o qué pastillas debía tomar, pero nunca podría adoptar su perspectiva pasada. Ahora que volvía a visitar museos —los llegó a aborrecer— trataba de describir la transición de su percepción en términos pictóricos. Era como pasar de un mundo de bordes netos y líneas duras, similar a una ilustración entintada donde cada objeto supone un foco de atención (en su caso, por la amenaza) definido, a una realidad al óleo con transiciones difusas, en la que podía elegir, sin miedo, dónde mirar.

Había pasado su vida temeroso del objeto resaltado, subyugado por el mensaje. Incapaz de ver que había cosas bellas a su alrededor que devenían sin tener nada que ver con él. Hoy, por ejemplo, había caído en la cuenta de que a pesar del calor, ya había árboles que empezaban a perder las hojas, que cada vez se veían más palomas por su barrio, desplazadas por la plaga de mirlos que invadía los parques de la ciudad, y que las parejas jóvenes se besaban en público con menos pudor, a pesar de que la madurez debería, por contra, volvernos más desinhibidos. Por eso, a pesar del Dr. Miller, consideraba que tras perder toda su vida preso de revelaciones absurdas, se merecía un rato diario para disfrutar de estos detalles.

Finalmente, cruzó y entró en casa. La presencia de Vera la había ido transformando. Según él mejoraba, fueron volviendo algunos de sus cuadros, eligieron juntos otros nuevos, compraron alfombras de colores y algunas plantas. Como poco, le resultaba más acogedor que antes. Vera le había prometido algo especial para esa noche, y debía ir en serio, porque según llegó, le pidió que se ocupase de la cena y se fue directa al dormitorio con su bolsa de viaje y su neceser para arreglarse. Lo tenía loco. Lo arrollaba con su espontaneidad de tal manera que solo le quedaba dejarse arrastrar por su vitalidad y obedecer. Pensaba en lencería mientras iba de camino a la cocina.

Supo que se había entretenido demasiado eligiendo el vino cuando olió el aceite quemándose, así que dejó la copa a un lado, bajó el fuego, y se apresuró en echar el entrecot en la sartén. Sintió como le saltaba el aceite e instintivamente se echó la mano al cuello. Le quemaba, pero entonces sintió la humedad, y al retirarla, vio que estaba cubierta de sangre. Desorientado, se giró. Notó un golpe seco en el estómago que lo dejó sin aire. Se orinó encima mientras las piernas dejaban de sostenerlo al ver el mango del cuchillo que sobresalía de su cuerpo, y el dolor lo incapacitaba para entender qué estaba ocurriendo.

Cuando alzó la vista, alcanzó a ver a Vera, magnífica, con un traje blanco de corte griego. Parecía una sacerdotisa.

—Tranquilo, mi vida, no temas nada.

Se arrodilló frente a él sin perder el contacto visual y le tomó las mejillas. El pánico y la confusión de Adriano iban en aumento. Ella lo miraba con una ternura inexplicable.

—Mi amor. Te curaste, como yo. Pero yo nunca me redimí, ni me liberé. Este acto de amor me absuelve, y te protege, porque jamás volverás a tener miedo. Me lo dijo mi voz.

Le besó tomando su labio inferior entre los suyos, se tocaron sus frentes por un momento, y al separarse, extrajo el cuchillo. La mirada de Vera denotaba dureza y resolución.

Aterrorizado, Adriano comenzó a sufrir la pérdida de sangre. Respiraba con inhalaciones cortas y rápidas, y un recuerdo se le avivó. En el éxtasis de su desesperación, acertó a balbucear:

—¿Piensas torturarme, como hiciste con aquella paloma?

—¿Qué paloma, cariño?