11 feb 2015

CUCURRUCUCU


Tras permanecer quince minutos observando el portal de su casa desde el café La Poême, situado en la acera opuesta, Adriano Pavón estaba lo bastante seguro de que no lo iban a asesinar, y se sentía con fuerzas para cruzar hasta su domicilio. Practicaba ese mismo ritual desde que se instaló allí, un par de semanas antes, y cada vez estaba más convencido de que mudarse había sido un acierto.

Cuando un par de meses atrás encontró, en el alféizar de su ventana, aquella paloma muerta a la que le faltaban varios dedos, le había parecido una macabra amenaza por parte de quienes le acechaban. En especial, por el tono especialmente oscuro del plumaje —impropio de las zuritas locales— y la manera en que había quedado arqueado su cuello. No le cupo duda de que debía de tratarse de profesionales extremadamente crueles. Del tipo que se permiten anticipar sus planes en forma de avisos, seguros de que nada los podrá torcer, y de que siempre resulta más placentero cobrarse una víctima asustada.

Detenido en el semáforo, se paró a considerar que aún no había logrado adivinar quién podría haber ordenado, en esta ocasión, su muerte, ni por qué motivo, pero se tranquilizó recordando que al menos ahora, mientras permaneciese en el domicilio, estaba seguro. En cada giro de llave, el sonoro clic de la cerradura que se transmitía en forma de pulso hasta su mano, era como una cuenta atrás —tres, dos, uno...— que lo inducía a un trance de relajación casi hipnótica y daba paso a un mundo en que el blanco significaba silencio. Dio un repaso rápido a cada estancia de su casa. Ni un murmullo. Cada pared, mueble o electrodoméstico guardaba silencio.

La idea original cuando la compró, era trasladarse allí con todas sus pertenencias. Sin embargo, a medida que iba embalando cuadros, lámparas, estatuillas y demás, le fue invadiendo una sensación de calma que no había conocido en muchos años. Se tomó cada vez más tiempo en envolver cada una de sus pertenencias, deleitándose en ello a medida que veía limpiarse de ruidos paredes y muebles. Cuando hubo vaciado todo el salón, comprendió que entre tantos objetos era fácil pasar por alto cualquier perturbación. Esas que solían avisarle —o amenazarle— de que algo fatídico se le venía encima. Una paloma en el alféizar era algo sencillo de ver, pero tal vez allí hubiese otras advertencias, camufladas. Por eso decidió enviarlo todo a uno de esos trasteros de alquiler y comprar muebles blancos de líneas limpias, dejarlo todo sin ningún tipo de ornamentación, lucir y pintar de blanco techo y paredes, colocar tarimas del arce más claro que encontró para el suelo, y equiparlo con el mínimo de electrodomésticos. Níveo, diáfano, seguro.

Esperaba a Vera para cenar esa noche, pero no podía comenzar a cocinar hasta que llegase ella con la compra, así que se entretuvo en elegir vino e ir decantándolo. Dudaba de la conveniencia de seguir manteniendo la relación con ella, consciente de que desde que la conocía había bajado la guardia, pasando por alto signos que, vistos en retrospectiva, no dejaban lugar a dudas de que iban a por él. Aquella carta que asomaba por la ranura del buzón, y la inscripción en forma de corazón asaetado que apareció unos días más tarde, de la noche a la mañana, grabada sobre la pintura de la puerta del edificio, evidenciaban que alguien lo había investigado y marcado su domicilio para sus futuros captores. En aquel momento no lo vio. Sencillamente, ella era capaz de focalizar toda su sensibilidad y atención, y él olvidaba que siempre estaba en peligro.

Vera gustaba de usar escotes pronunciados. Fiel a su costumbre, en cuanto la recibió —imprevisiblemente impuntual, por fortuna— le echó una mirada rápida a los pechos. El sujetador era negro y liso, así que exhaló con disimulo el aire que retenía en los pulmones y se hizo a un lado, invitándola a pasar. Le había tomado aversión a los sujetadores rojos de encaje cierta noche en que se estaba liando con una desconocida en los baños de una discoteca, y al subirle la camiseta observó cómo uno de los aros asomaba, punzante, por el lado interno de la copa. Como siempre, ninguno de sus conocidos entendió que saliese huyendo, y por más que trató de explicarles, nadie entendió que ése sujetador era propio de una mercenaria.

Con Vera, nunca, nada, ni lencería, ni palabras, ni una sonrisa más amplia de lo aceptable, ni siquiera las inflexiones de la voz, disparaban sus mecanismos de alarma y huida.

Se sentía vulnerable y dependiente, porque en parte no se veía capaz de prescindir de la sensación reconfortante que le producía mirarla, ni de llegar a pensar, aun en susurros, con la boca de la razón pequeña, que tal vez ella lo quería con sinceridad.

Acomodó a Vera en una butaca al otro lado de la barra americana de la cocina, para poder conversar mientras preparaba la cena. El vino ya se había oxigenado y se veía brillante, sin rastro de sedimentos. Lo sirvió y se echó un buen trago antes de sacar las bolsas que había dejado ella en la encimera. Notó un ligero malestar cuando vio las manzanas. Los huevos le aceleraron el pulso. Al abrir el papel con la carne, las dificultades para respirar eran evidentes, y a cada tomate que iba tomando en la mano, crecía el cerco de sudor alrededor de las axilas. Soltó el último con un espasmo que le paralizó el brazo en el aire con un gesto de crispación.

—Vera, ¿dónde compraste esta comida?

—En el supermercado de siempre. ¿Estás bien? De pronto pareces otro.

—No, no lo estoy. Creo que tratan de envenenarme.

—¿Envenenarte? ¿Qué estás diciendo, Adriano? Compré yo misma esa comida y no tenía nada raro, deja que vea.

Vera fue cogiendo fue cogiendo alternativamente tomates y manzanas, girándolos en sus manos.

—Esta fruta está bien, cariño.

—Pero ¿No ves que tiene marcas? Mira, están picadas.

—Las verduras tienen imperfecciones. De lo único que es señal, es de que son naturales.

—Eso es porque no eres capaz de abstraer el patrón.

—¿Qué patrón? No hay ningún patrón que ver. Son motas, y son normales.

—¡No! ¡Joder, no! No tienen una distribución aleatoria. Quien fuese trató que aparentase eso, pero el desorden está forzado. Y mira los huevos...

—¡Adriano, basta! De acuerdo. Supongamos que es cierto y esos tomates están manipulados. ¿Te has preguntado para qué? ¿Con qué objeto?

—Deben haberse dado cuenta que desde aquí puedo adelantarme a sus planes y tratan de usarte para poder atraparme. No sé, tal vez pretendan que acabe en el hospital, donde no controlo el entorno, y cogerme allí.

Vera se acercó y le puso la mano en la mejilla. Se la acarició un par de veces, con ternura, mirándolo muy de cerca.

—Deberíamos buscar ayuda —dijo con la voz más sosegada que supo poner. Casi como una madre que consuela a su hijo tras un golpe.

—La policía nunca me cree cuando los llamo.

—No me refiero a ese tipo de ayuda, querido. Hablo de ayuda para ti. Conozco a un psiquiatra muy bueno. Me trató hace unos años. Te alegraras de verle, te lo prometo.

—¿Tampoco tú me crees? —Le espetó mientras apartaba la cara con brusquedad.

—Adriano, te quiero. Pero creo que ves cosas que no existen. No puedo convivir con tu realidad alternativa ¿Entiendes lo que te digo? Necesito que des ese paso, o tendremos que dejar de vernos.

∙ ∙ ∙

Tras permanecer quince minutos observando su calle desde el café La Poême, Adriano Pavón buscó con la vista a la camarera y, señalando la taza vacía, se hizo servir otro café.

En este particular, pasaba por alto las indicaciones de su terapeuta respecto a reproducir viejas rutinas. Después de todo, su trastorno resultó ser relativamente frecuente y la terapia le había funcionado excepcionalmente bien, por lo que se permitía el capricho de observar el transcurrir de lo cotidiano desde su mesa favorita de la terraza del café. El Dr. Miller podría conocer cada resorte de su enfermedad, describir sus síntomas o qué pastillas debía tomar, pero nunca podría adoptar su perspectiva pasada. Ahora que volvía a visitar museos —los llegó a aborrecer— trataba de describir la transición de su percepción en términos pictóricos. Era como pasar de un mundo de bordes netos y líneas duras, similar a una ilustración entintada donde cada objeto supone un foco de atención (en su caso, por la amenaza) definido, a una realidad al óleo con transiciones difusas, en la que podía elegir, sin miedo, dónde mirar.

Había pasado su vida temeroso del objeto resaltado, subyugado por el mensaje. Incapaz de ver que había cosas bellas a su alrededor que devenían sin tener nada que ver con él. Hoy, por ejemplo, había caído en la cuenta de que a pesar del calor, ya había árboles que empezaban a perder las hojas, que cada vez se veían más palomas por su barrio, desplazadas por la plaga de mirlos que invadía los parques de la ciudad, y que las parejas jóvenes se besaban en público con menos pudor, a pesar de que la madurez debería, por contra, volvernos más desinhibidos. Por eso, a pesar del Dr. Miller, consideraba que tras perder toda su vida preso de revelaciones absurdas, se merecía un rato diario para disfrutar de estos detalles.

Finalmente, cruzó y entró en casa. La presencia de Vera la había ido transformando. Según él mejoraba, fueron volviendo algunos de sus cuadros, eligieron juntos otros nuevos, compraron alfombras de colores y algunas plantas. Como poco, le resultaba más acogedor que antes. Vera le había prometido algo especial para esa noche, y debía ir en serio, porque según llegó, le pidió que se ocupase de la cena y se fue directa al dormitorio con su bolsa de viaje y su neceser para arreglarse. Lo tenía loco. Lo arrollaba con su espontaneidad de tal manera que solo le quedaba dejarse arrastrar por su vitalidad y obedecer. Pensaba en lencería mientras iba de camino a la cocina.

Supo que se había entretenido demasiado eligiendo el vino cuando olió el aceite quemándose, así que dejó la copa a un lado, bajó el fuego, y se apresuró en echar el entrecot en la sartén. Sintió como le saltaba el aceite e instintivamente se echó la mano al cuello. Le quemaba, pero entonces sintió la humedad, y al retirarla, vio que estaba cubierta de sangre. Desorientado, se giró. Notó un golpe seco en el estómago que lo dejó sin aire. Se orinó encima mientras las piernas dejaban de sostenerlo al ver el mango del cuchillo que sobresalía de su cuerpo, y el dolor lo incapacitaba para entender qué estaba ocurriendo.

Cuando alzó la vista, alcanzó a ver a Vera, magnífica, con un traje blanco de corte griego. Parecía una sacerdotisa.

—Tranquilo, mi vida, no temas nada.

Se arrodilló frente a él sin perder el contacto visual y le tomó las mejillas. El pánico y la confusión de Adriano iban en aumento. Ella lo miraba con una ternura inexplicable.

—Mi amor. Te curaste, como yo. Pero yo nunca me redimí, ni me liberé. Este acto de amor me absuelve, y te protege, porque jamás volverás a tener miedo. Me lo dijo mi voz.

Le besó tomando su labio inferior entre los suyos, se tocaron sus frentes por un momento, y al separarse, extrajo el cuchillo. La mirada de Vera denotaba dureza y resolución.

Aterrorizado, Adriano comenzó a sufrir la pérdida de sangre. Respiraba con inhalaciones cortas y rápidas, y un recuerdo se le avivó. En el éxtasis de su desesperación, acertó a balbucear:

—¿Piensas torturarme, como hiciste con aquella paloma?

—¿Qué paloma, cariño?




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