Segundos que cambian vidas. Son sencillos de reconocer: Todo, absolutamente todo a tu alrededor y dentro de ti, pierde la noción del tiempo, el caos se serena en un tranquilo suspiro, como esa última calada al cigarrillo, justo en el instante en el que sueltas el humo y tiras la colilla, poniendo la mano en el pomo de la puerta del infierno.
-” ¡No te atreverás a hacerlo!”- gritaba el canal 21. – “¡Hijo de la gran puta, ni se te ocurra intentarlo, recoge el spinnaker!”.
Conecté la señal al altavoz para que todos pudieran escucharla. Todos asomados en la bañera de popa, con los nudillos crispados agarrados a las drizas, mirando a mis ojos, y yo saltando de uno a otro.
- “¿Qué hacemos ahora?”. Retumbaba en mi cabeza ese plural, cuando era yo el que tenía que tomar la decisión. La pluralidad nos acobarda, diez voces, repitiendo lo mismo. No sabíamos pensar, sólo navegar. La caña agarrada como si ya hubiésemos naufragado, como si fuese lo único que me hacía permanecer anclado a la realidad; mientras el barco blanco de velas rojas y amarillas se acercaba ligeramente a sotavento, a estribor comenzaban a acercarse los tres barcos grandes, preparando la maniobra de los spinnakers. Un minuto más, un solo minuto más y nos arrollarían dejándonos sin viento. Desde fuera, presenciar esa coreografía se acerca al paroxismo. Cuatro veleros preparando la misma maniobra, movimientos mecánicos y nosotros con el “globo” extendido en cubierta desde hacía unos minutos, pura intuición.
- “Si pudiera solo lo haría, pero no puedo” - acerté a decir. Mediocre arenga, lo reconozco - “Viejo, tu eres el táctico, ¿en qué coño nos equivocamos?” – pregunté.
- “En nada, U”.
- “¿Qué hacemos aquí?”. Recuerdo que creí que pensé sólo para mí.
- “…según tus palabras…de paseo, porque no encontraste a diez mejores putas dispuestas a embarcarse contigo…”
Sonreí.
En el canal 21 seguía el táctico de los dos equipos gritando y escupiendo tantas amenazas que ni con la recién estrenada edad adulta pudimos pasar por alto. El campo de regatas se presentaba reñido. Éramos el segundo equipo de la escuela de náutica de Canarias, con el segundo barco, el segundo material. Invitados por los resultados individuales que por parejas habíamos tenido durante el año , tardamos casi dos días más en llegar a Mallorca, cargando con el material del primer equipo, “muleros”, llaman a los que hacen eso. Acababa de subir el viento de dos a casi cuatro, nadie puede entender el viento en el Mediterráneo, ese mar que pasa de charca plácida a infierno desatado en unos minutos. Rolando ligeramente, muy ligeramente, lo cual no hacía otra cosa que ir más aún en nuestro favor. Pensé un instante en que ojalá el viento nos encontrara, para ahorrarme todo aquel trago. Pero el viento nos pedía, nos exigía Spinnaker, si, esa vela inmensa que cubre a la Mayor y que ayuda a alcanzar la velocidad punta del barco. “Cuatro a cinco”, dijo alguien que estaba atendiendo al anemómetro, por lo visto. Le estábamos robando el viento a los tres barcos grandes, mientras nuestro primer equipo se acercaba por detrás para continuar la brecha que habíamos abierto. Manteníamos velocidad sobrada para aguantarnos así un minuto más. Todo les había salido mal desde el principio a nuestros patrones, desde el primer largo de boya se notó que estaban completamente bloqueados con los cambios de velas, casi los embestimos al intentar ellos una estúpida maniobra de persecución de los grandes, tan hermoso su barco, un Beneteau Oceanis, 18 tripulantes para un dos toneladas. Abarloados, se les veía ya, casi distinguiendo sus caras sonrientes, ajenos seguro a la duda que nos asaltaba en ese momento.
-“¿Ocurre algo, 32?”-. Entró la señal de los organizadores…sacándome del trance
- “U... 5 y subiendo a seis. La mayor no va a resguardarnos mucho el viento…”
-“¡Calla, joder!, déjame pensar”… Pensar. Sólo necesitaba un instante de silencio. “Seis y medio de viento…setecientas yardas y nada que hacer”.
La decisión tal vez era no tomar ninguna decisión, dejarlo pasar. Marta no dejaba de mirarme, mientras yo, ahora, rehuía todas las miradas. El músculo de la mandíbula amenazaba con bloquearse de tanto tensarlo. Marta…aquellos ojos verdes.
-“Seiscientas yardas…viento…siete. La mayor se va rajar…si no seguimos el derrotero…mejor arriarla…”, alguien gritó.
Pensé en lo absurdo de todo lo que me decían, podía haber soltado una carcajada, notaba el viento en la cara, faltaba un poco de fuerza para siete, puro instinto, nada de lo que ocurría sobre aquel barco era cuestión de conocimiento, pensar en tácticas mientras sopla el viento…qué absurdo.
-“Cuatrocientas yardas U. cuando pasen reventarán…”
-“¡…la mayor y el foque, joder, lo sé!”
Marta. No parpadeaba. No hablaba. Silencio. La noche antes hablamos de sueños, de esos sueños que sólo pasan por delante una vez en la vida, no nos referíamos a esa mañana, pero mis palabras…me ataban.
-“Cada uno a su puesto… ¡fuera del camino del globo!”- levemente moví la caña al barlovento.
-“¡HIJOS DE PUTA!…”, canal 23. De una patada nos liberé de los insultos.
Marta sonrió suavemente, h-i-j-o d-e p-u-t-a deletreó con los labios mientras movía el molinillo, con alguien más, arrastrando la gran vela hasta que se izó. Un tridente blanco sobre fondo negro. Suspiro interior y exterior. El tiempo suspira también cuando pasas el punto de no retorno, el primero grande de mi vida. A partir de ahí, cámara lenta, la perfección se mueve despacio y sólo te queda disfrutarla.
- “Agárrense, no creo que nadie los recoja” – grité con rabia.
El último trueno, el que silencia la tormenta, así suena el globo cuando se hincha. Retumba en el pecho, y el cuerpo sufre un impulso tan brutal que si no estás bien afirmado, caes al agua sin remedio. Estalló con todos abarloados a babor, con el cuerpo completamente fuera. Enseñando la quilla, y la orza amenazando con salir fuera del agua y hacernos trabucar. El barco se encabritó gritando de felicidad hasta con la última de sus cuadernas.
Casi ocho, entablado…200 yardas, no va a aguantar.
¡Me cago en dios, ahora tiene que aguantar! Me agaché y recogí el pequeño altavoz y lo lancé con furia por la aleta sin soltar el timón con la otra mano. La moneda en el aire, doscientas yardas, ajusté demasiado. Todo seguía lento, muy lento dentro de la bañera del barco. Los tambuchos comenzaron a evacuar agua. Los chicos casi rozaban con sus cabezas el oleaje, aquellos cabrones estaban riéndose, como niños pequeños.
Alguien me “despertó” - “…800 yardas…todos a nuestra estela…nos vamos…”.
Aún hoy no recuerdo si lloré o reí, tal vez porque fueron las dos cosas al mismo tiempo. Tres largos de boya nos faltaban. Los veía reír. “Ánimo U tal vez un kracken se los folle antes de que lleguen y no te pase nada”… Risas, nada más que risas. La victoria es una risa imposible de aplacar.
Los actos heroicos tienen un final, siempre y una moraleja cuando llega el momento de mirar adelante, otra vez. Nosotros miramos esa decisión, cientos de veces, desde la terraza de un bar que se asomaba a la Bahía de Cádiz. Fuimos invitados a abandonar, amablemente eso sí, nuestra isla para acabar la carrera en otro lugar y no agotar convocatorias. Mirando el mismo mar a veces surgía el tema, unos segundos apenas de brillo en los ojos, luego decaía, o nos dispersábamos cada uno perdido en sus recuerdos, imagino. Para ser la primera decisión de adultos que tomábamos, el resultado fue un drama propio de cualquier película de perdedores con fortuna, sólo que vivimos la película también cuando apareció la palabra FIN y se fundió en negro la pantalla y todos dejaron de mirar. Tal vez por eso, ahora, cada vez que creo que la película se está acabando me levanto y abandono el cine, por dejar intimidad a los protagonistas para que continúen sus vidas, sea la gloria o una cagada monumental, como la que nosotros hicimos, completamente a conciencia.
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