14 oct 2014

LA ALEGRÍA DE LA CASA.



Mi casa era un sitio donde se respiraba esa alegría diáfana que nace de la calma, a pesar de estar siempre abarrotada. Recuerdo a papá sentado junto a la ventana, con su ejemplar de "El árbol de la ciencia " en el regazo, y a las abuelas al lado oyendo las noticias en la radio con la eterna bandeja de pastas por delante. Mi hermana Clara y yo éramos los revoltosos de la familia, siempre de un lado para otro. Lo mismo íbamos a enredarle cualquier cosa en el moño a la bisabuela María, a la que era imposible sacar de su cocina, que corríamos al patio a sentarnos junto a mamá, liada con sus geranios, para contarle los chismes del barrio. Cuando arrancaban los primeros acordes de "Children of the grave" , no necesitábamos asomarnos a la ventana del cuarto de nuestro hermano Juan para saber que estaría tumbado en su cama, con la vista fija en el techo, planeando su próximo viaje en moto.

En mi memoria permanece la risa que nos entraba cuando veíamos al tatarabuelo Martín, tan pío él, rezando arrodillado en su cuarto frente a la hornacina con la imagen del patrón del pueblo. También me acuerdo que había en la casa otros tantos familiares que ni siquiera conocíamos.

Un día se presentó la policía, acompañada del cura, y se los llevaron a todos al cementerio municipal. Decían que no era humano, ni cristiano, ni legal, conservar cadáveres embalsamados, y menos aún expuestos en público.


La casa quedó muda de recuerdos.

Ahora miro sus nichos y pienso, mientras lloro, 
si se aburrirán ahí dentro, 
o si se echaran entre ellos de menos.


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