Había quedado
con ella en el bar de Partenón, a unas dos millas de Pantano Seco.
Como de costumbre llegó tarde, aunque en aquella ocasión lo hizo adrede
para poder darse el piro si no le gustaba lo que allí había. Pero lo que allí había
era la tía mas buena que Freud había visto en su vida.
Se acercó temblando a la mesa que ocupaba Patricia,
junto a la ventana, y saludó con una especie de gruñido que ella interpretó
como un "hola", al que correspondió con una bajada de pestanas.
Torpemente pidió
al camarero dos horchatas on the rocks, y la cuenta, por favor, que hay prisa.
Patricia se presentó ofreciendo su sonrosada mejilla a los húmedos
labios de Freud. Freud secó sus labios de lado a lado y se abalanzó sobre ella con
tantas ansias que, las bebidas, la mesa, algunas sillas y ellos dos también;
fueron a caer al suelo formando tal alboroto que el dueño del local, Anthony,
tuvo que llamarles la atención con una escopeta de cánones recortados.
Entre disculpas y risas, Freud ayudó a levantarse a Patricia esperando
una bofetada de un momento a otro. Pero no fue así, Patricia rio de mala gana
la torpeza de Freud e incluso se cagó en su padre, pero nunca llegó a la agresión
física.
Una hora más tarde estaban en casa de Patricia. Ella preparaba unos huevos
revueltos en la cocina. Él la observaba por detrás. Observaba sus curvas, sus
movimientos de culo, el nudo del delantal; y se imaginaba como caería cuando
él lo desanudase. Se veía así mismo subiéndole la falda y acariciando sus prietas nalgas. De
repente ella se dio la vuelta con la con
la cuchara en la mano, y preguntó presurosa:
-¿Quieres probarlo?
-iSiiiiiii! – dijo exorbitado, abalanzándose
sobre ella.
Patricia no tuvo tiempo de poner el mantel, ni
de servir el vino, ni de cenar, vamos ni
de algo de romanticismo preliminar, ni de quitarse las bragas. No tuvo tiempo
ni de decirle que su marido, que era campeón de judo de más de 90 kilos, acababa
de entrar por la puerta.
Freud no tenía ni idea de judo, y
así le fue: 7 costillas rotas, traumatismo cráneo-encefálico, y magulladuras
varias.
Un mes más tarde del altercado, cuando Freud
ya había salido del coma, Patricia fue a
visitarle al hospital donde se recuperaba de sus múltiples heridas. Quería
saber que sería para ambos, y sobre todo para él, olvidarse de su aventura.
Mientras hablaba se paseaba por
delante de la ventana, dejando entrever sus moreneces tras el traje
semitransparente de seda salvaje saharaui de color carmesí.
Freud no podía apartar su vista
de aquel volcán de pasiones que era el cuerpo de Patricia. Ni siquiera la oía.
Desde que ella entró por la puerta, empezó a babear y sudar. A cada movimiento de
ella, su cuerpo temblaba y se convulsionaba, cosas del post-coma. Patricia, absorta
en su discurso, tuvo la insensatez de asomarse por la ventana. Su culo se
empinó un poco y la silueta de corazón que dibujó terminó por enloquecer a
Freud, que , pese a tener cordajes y escayolas por todo el cuerpo, logró
incorporarse sobre la cama y, dando un bote en el colchón como si fuera un
trampolín, saltó cual felino en busca de su presa. Patricia en ese momento se
agachó para coger el bolso que se le había caído de las manos, cuando oyó un
grito aterrador que la dejó medio sorda. Rápidamente miró por la ventana para
ver como Freud se estampaba contra el adoquinado de mala manera. Salió
corriendo las escaleras abajo preocupada por su casi amante. Cuando llegó,
Freud pataleaba moribundo. Le recostó en su regazo y le dio un apasionado beso
en los labios. Freud, que ya le había echado mano a una teta, intentó decir
algo, pero un coágulo de sangre intestinal que le asomó a la boca en ese
momento, se lo impidió.
Murió con una media sonrisa en sus labios, fruncidos en una mueca de placer, en medio de humedad y algo de sangre.
Murió con una media sonrisa en sus labios, fruncidos en una mueca de placer, en medio de humedad y algo de sangre.
Patricia, destrozada por la
experiencia, no volvió a contestar a ningún anuncio de contactos…mientras su
marido estuviera en casa.
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