Cada Navidad me acuerdo de mi tío Segundo. Se llamaba así porque el nombre del padre lo heredó el primogénito, como era costumbre.
Mi tío Segundo nació y vivió para el campo. Además ayudaba como jardinero en un convento de monjas y allí se enamoró y enamoró a una novicia que colgó los hábitos por él, le dio tres hijos y amamantó a otros tantos como ama de cría. Pero esa es otra historia.
Una Nochebuena, Segundo debía tener seis años y pasaba las tardes tras los mulos y los borricos para recoger los cagajones para abono, Padre se puso el mundo por montera y compró una naranja para cada hijo. Todos, cinco por entonces, devoraron el manjar excepto Segundo, que la saboreó con calma y repitiendo entre gajo y gajo:
― Hoy sí que disfruto yo, madre.
Guardó la peladura durante mucho tiempo y cada noche, al acostarse, la olía y sonreía. Lo contaba mi madre cada Nochebuena, mientras se comía una naranja entre la cena y los turrones.
Por eso cada Navidad, aunque las cosas no vengan bien dadas, huelo una naranja y me digo:
― Hoy sí que disfruto yo, madre.
(El niño de la naranja fue uno de los últimos lienzos pintados por Vincent van Gogh antes de suicidarse.)
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